Según Enzo
Traverso “Historia y memoria nacen de una misma preocupación y comparten un
mismo objeto: la elaboración del pasado.” Sin embargo, aunque compartan el
fin hacia el que se encaminan, no son lo mismo. “La historia es un
relato, una escritura del pasado según las modalidades y reglas de un oficio”
En cambio, “la memoria es eminentemente subjetiva. Queda
anclada por los hechos que hemos presenciado, de los que hemos sido testigos,
es decir actores, y a las impresiones que han dejado en nuestro espíritu [...]
El relato del pasado prestado por un testigo [...] será siempre su verdad, es
decir, la imagen del pasado depositada en sí mismo.” Y sigue diciéndonos, “La
memoria es una construcción, siempre filtrada por conocimientos adquiridos con
posterioridad, por la reflexión que sigue al suceso, por otras experiencias que
se superponen a la originaria y modifican el recuerdo [...]En conclusión, la
memoria individual o colectiva es una visión del pasado siempre matizada por el
presente.”
Aceptemos esta división entre
historia y memoria como dos formas de acercarse al pasado desde el presente. La
primera, con intención científica, siguiendo los patrones y los cánones que la
ciencia histórica postula, para llegar a las cotas más altas de objetivismo. La
segunda, aportando desde el presente su visión subjetiva del acontecimiento
pasado, sujeta por tanto a los vaivenes de las vivencias, de los olvidos, a los
propios achaques del sujeto que rememora. La historia se servirá de la memoria
en su reconstrucción del pasado, pero no sólo en ella. La memoria no necesita
de la historia para esta reconstrucción, puesto que es el testigo el que
recuerda su propia historia, lo que ha vivido. Es el testigo el que hace su
propia historia, es la historia con minúsculas, su “intrahistoria”, la del que
padece la historia o los llamados grandes acontecimientos. Son dos visiones, la
historia, para el gran público, para los que no vivieron esos grandes
acontecimientos, y la memoria, los relatos de los que estuvieron insertos en
esos acontecimientos históricos.
Un vez que tenemos estos dos modos
complementarios de acercarse al pasado, podemos observar que en los últimos
años la figura del testigo ha cobrado una importancia inusitada. Es lo que se
ha venido a llamar la Era del Testigo. Dar voz a los que padecieron alguna
injusticia en la historia se ha convertido en una forma de recompensa, de
reparación.
Insertos, como estamos, en una mentalidad retributiva, donde la
transacción comercial siempre está presente en todos los ámbitos y donde cada
uno debe cobrar los réditos que le corresponden, donde se hace válida la máxima
“a tanto sufrimiento, tanto reconocimiento”, el testigo cobra un lugar
privilegiado después de años de ostracismo, ignorados hasta que cambia la
situación política. Su aportación al
relato histórico dará una base de rigor fundamentado en el testimonio del que
estuvo allí.
Pero no todos los testigos tienen que ser víctimas, testigo no es más que
aquel que estuvo presente en un determinado acontecimiento histórico y que
puede dar testimonio de ello, por lo tanto, puede ser el verdugo y no la
victima como los oficiales nazis e, incluso, ser victima y verdugo al mismo
tiempo como en el caso de los sonderkomandos de los campos de concentración y
de exterminio nazis.
El testigo aporta sobre todo memoria en sus testimonios. Testifica, da
cuenta de los hechos que de otro modo sería imposible conocer, propone su
interpretación de los hechos, particulariza los hechos generales de los que
trata la historia, se hace actor de la historia. La historia se sirve de estos
testimonios para elaborar el conocimiento del pasado, pero no solamente se
sirve de ellos, sino también de documentos escritos que hacen las veces de
testimonio pero sin estar tamizados por el recuerdo presente. El historiador no
puede dejar que el testigo, es decir, la memoria, sea la única fuente de su
trabajo. Al testigo no le es necesario el conocimiento general del momento
histórico para elaborar su propio recuerdo. Su vivencia es la suya y eso es lo
que transmite en su testimonio.
El testigo, por tanto, tiene su valor y su importancia vital en la
reconstrucción del pasado más inmediato. Sin embargo, debe evitarse caer en la
mitificación del testigo, de hacerlo mártir, asociándolo con frecuencia a la
víctima, crear una especie de iconografía mítica alrededor del testimonio, como
es el caso, por ejemplo, de la labor llevada a cabo por Survivors of the
Shoah Visual History Foundation, el proyecto más extenso para registrar los
testimonios de los supervivientes de los diferentes campos de concentración y
de exterminio con unos criterios basados en la acumulación indiscriminada de
testimonios, sobrepasan el tema del antisemitismo para convertirse en un
archivo de la supervivencia.
En el momento actual, quizá propiciado por interés comercial, la figura
del testigo-víctima tiene una presencia constante. Desde diversos foros, se
pide la constante intervención de las victimas en los debates políticos que les
conciernen. Aprovechándose de la dignificación del testigo y de la equiparación
entre los términos testigo y víctima, numerosas asociaciones de víctimas
legitiman sus demandas, llegando en ocasiones a exigir mayor valor de sus
apreciaciones por el hecho de ser víctimas. La cuestión estará, por tanto, en
dar la importancia y el valor que los testimonios aportan, pero no hacer girar
la investigación histórica en su derredor. El historiador debe tener en cuenta
al testigo pero sin caer en las modas que nos hacen abarrotar los discursos
históricos o filosóficos de un único tipo de testigos, como los de los ejemplos
anteriormente señalados de los campos de exterminio sin tener en cuenta otros
grandes genocidios como Hiroshima o Nagasaki. El historiador debe adentrarse en
todos lo testimonios con la misma imparcialidad, sea este de víctima o de
verdugo, para llevar a cabo una reconstrucción del pasado con el mayor rigor
posible.
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