domingo, 17 de junio de 2018

MEDITACIONES SOBRE EL EXILIO A RAÍZ DE LA INTERPRETACIÓN DE FRANCISCO CAUDET.


El siglo XX (como lo está siendo el XXI) ha sido un siglo cargado de migraciones. Unas, hasta cierto punto, voluntarias, buscando una vida mejor, con mayores oportunidades, buscando la ganancia económica con vistas a regresar al país de origen con los ahorros generados. Las otras, las que nos interesan, obligadas.
El siglo comienza con la Revolución Rusa de 1905, sigue la Primera Guerra Mundial del 14 y mientras ésta se desarrolla, la Revolución Rusa del 17. Cuando parecía superado este comienzo turbulento del siglo, y cuando en España se abría la ilusión de que el sistema democrático podía funcionar con el advenimiento de la Segunda República, estalla nuestra última Guerra Civil, con las desastrosas consecuencias a nivel general y filosófico y literario en particular, que ya todos conocemos. Nada más finalizar nuestra guerra, comienza la Segunda Guerra Mundial, con el genocidio nazi o la barbarie de Hiroshima y Nagasaki. Después, el mundo queda constituido en bloques que representan lo peor de los vencedores, GULAG e Imperialismo provocan millones de asesinados y desplazados. Hasta nuestros días llegan las resonancias de la Guerra Fría en zonas como Oriente Próximo o la antigua Yugoslavia. Por no mentar los conflictos en Asia o África. La población mundial ha crecido como nunca antes lo había hecho y con ella han aumentado los conflictos bélicos y con éstos, los desplazamientos masivos de personas perseguidas que huyen de una muerte segura.
El belicoso siglo XX, con sus regímenes autoritarios y totalitarios han provocado innumerables exilios, la mayor parte de ellos de gente anónima y de personas de todas las profesiones. Dentro de estos exilios, los intelectuales no han sido una excepción. Si cabe, a ellos les ha sido mucho más necesario abandonar sus lugares de origen ya que suponían una amenaza mayor para sus gobiernos. Para éstos era necesario acallar sus voces críticas, de ahí el puente de plata que se les ofrecía a los que no estuvieran de acuerdo con el régimen establecido. El continente americano se convirtió en lugar de acogida para todos estos exiliados de la Europa en guerra. Sirven de ejemplo los miembros de la Escuela de Frankfurt, del Círculo de Viena, etc. Los intelectuales españoles corrieron la misma suerte. Gentes que habían consagrado su vida a la educación, a la investigación, la ciencia y a traer a la península los nuevos aires intelectuales que corrían por Europa y EEUU, tienen que abandonar España durante la Guerra Civil del 36 y la dictadura franquista.
El panorama intelectual que queda en nuestro país es desolador. La filosofía que se imparte en las aulas es la filosofía vigente en el siglo XIII, la escolástica. La modernidad es obviada o negada por la clase dirigente. El librepensamiento, por el que tanto lucharon personas como Giner de los Ríos, con su Institución Libre de Enseñanza, entre otros, de la que se recogieron los más fértiles frutos desde comienzos del siglo XX, motor de la filosofía y espacio de debate intelectual, es perseguido. El pensamiento único promovido por el Nacional-catolicismo, se impone de tal manera que, en nuestro país, hay que esperar a la muerte de Franco y la restitución de la democracia para que se pueda volver a estudiar libremente autores vetados en los sistemas de enseñanza españoles. Un gran número de intelectuales defensores de las corrientes de pensamiento más progresistas se vieron obligados a abandonar a la fuerza el país, teniendo siempre presente a España en sus obras. Esta presencia hizo imposible evitar que la idea del regreso estuviera siempre presente y que se convirtiera en una necesidad.
Para entender el momento actual de la historia y no estar desprevenidos ante los movimientos de desplazamiento, exilio y éxodos masivos que se producen hoy día es necesario hacer una retrospectiva de lo que estos exilios han provocado tanto en los países de salida como en los de acogida. Es necesario reflexionar sobre el exilio como concepto filosófico, como materia de investigación filosófica que alumbrará el conocimiento de los conflictos actuales. Atribuirle al exilio una categoría filosófica indispensable para ahondar en lo que los antropólogos han definido como naturaleza humana, cuestión que ayudará a ampliar nuestra apreciación sobre la humanidad. Una forma de comenzar esta retrospectiva es atender el caso español a través de las reflexiones que suscita la lectura de la obra de Francisco Caudet, El exilio republicano de 19391, en concreto del capítulo primero titulado “La otra orilla”, sirviéndonos esta lectura para proponer las reflexiones propias engarzadas al discurso del autor.
En el exilio se producen siempre al menos dos perspectivas, dos lugares desde donde mirar, dos orillas. Este es el origen de la expresión que Francisco Caudet examina en este capítulo. Los intelectuales exiliados comienzan a sentir ambas orillas, tanto la que dejan y ven alejarse desde sus barcos al emprender el viaje obligado, como la que observan al llegar a su destino, a la que será su nueva casa. Entre medias, una mar amarga. Emilio Uranga definió la idiosincrasia del mexicano como un estar
nepantla”, oscilando de una forma de ser a otra, en permanente zozobra2.
“Nepantla”quiere decir entre dos aguas, o entre dos tierras, quedarse a la mitad. Esta expresión bien podría valer para ejemplificar cual es el estado emocional y físico del exiliado: aunque físicamente se encuentre en una u otra orilla, siempre estará en las dos al mismo tiempo, o a mitad de camino entre ambas. Este es el proceso que Caudet investiga a lo largo del capítulo citado y que me propongo comentar, al hilo de lo que nos va diciendo.
Caudet comienza analizando la forzosidad que todo exilio conlleva. No es un retiro voluntario sino la necesidad de huir de la tierra propia ante la necesidad de conservar la vida. Esta huída es obligada por la derrota del bando republicano durante la Guerra Civil. El resultado de esta falta de voluntariedad por parte del exiliado es el desarraigo, porque el exiliado es arrancado de la tierra que hasta entonces le ha servido de sustrato. Además, este desarraigo es consecuencia de una derrota, de un fracaso. El pueblo español ha sabido convivir, durante los últimos siglos, con esta palabra, tan cotidiana, tan compañera de sus andanzas. El mismo ideal quijotesco, al que gran parte de los intelectuales españoles le habían dedicado unas líneas e incluso, obras enteras, es el ideal de un fracaso. Lo que Alonso Quijano intenta defender convertido en Don Quijote es un mundo pasado, cargado de idealismo, mundo que ya no encaja en los vientos racionalistas que recorren Europa durante el siglo XVII. Este quijotismo, esta defensa del ideal por el que se ha luchado hasta la derrota, es lo que el exiliado español lleva a la otra orilla. Y desde este fracaso contempla lo que de estos ideales queda en España. Desde aquí parte la reflexión que los intelectuales españoles exiliados realizan sobre su propia situación, comenzando a analizar qué es lo que les ha llevado a ella para exorcizar sus demonios y que acaba derivando en una dimensión antropológica.
El exilio, como nos recuerda Caudet, se convierte en un rito iniciático que es imprescindible para conocer la naturaleza humana, llegando a conocerse a sí mismo y a los otros a través de su condición de exiliado. Es rito porque hay una mitificación de la tierra que se abandona y se ritualiza la rememoración de esta tierra. El exiliado mitifica su exilio, lo convierte en algo sobre lo que hay algo que decir y sobre lo que es necesario escribir. Mitifica su propia condición de exiliado, llegando a la conclusión de que el hombre, en última instancia, cuando indaga sobre sí, cuando se pregunta por su propio ser, por la esencia de su ser, tiene que reconocerse como exiliado de la humanidad, como absolutamente solo frente a los otros ya que los hechos externos se imponen a su interioridad, a su individualidad y a su voluntad. Además de la mitificación del exilio, se lleva a cabo una mitificación de la España republicana, construyendo un arquetipo que idealiza los valores por los que se ha regido el país para llegar al régimen democrático que tan poca continuidad ha tenido en los últimos dos siglos. La España republicana se convierte en el paraíso perdido, en la arboleda perdida de la que nos hablará Rafael Alberti3. Por ello, es necesario reconstruir ese paraíso, destruido por la guerra, a través de la memoria y de las memorias publicadas, porque reconstruir el pasado sirve también para romper con él y para fundamentar el presente y así hacerlo soportable. Los recuerdos se convierten en símbolos de lo perdido, de lo que nos constituye como personas y de lo que, hasta el momento de la fractura, hemos sido.
Para llevar a cabo esta acción ritual, es necesario cobrar la forma del testigo y levantar testimonio de lo vivido hasta llegar a situación de desterrado. El testimonio se convierte en una necesidad que dé sentido al destierro y a las vivencias que en él ocurrirán. El exiliado tiene como misión convertirse en voz o en letra de los derrotados para contrarrestar la visión que impondrá la historia. Y es que, como señala Traverso4, se produce una lucha entre historia y memoria, entre la visión globalizadora de la historia que, como de todos es sabido, la escriben los vencedores, y el testimonio fruto de la memoria individual que trata de encontrar los lugares comunes para universalizarse. La historia tiene la pretensión de la objetivad, pretendiendo una memoria común a través de la experiencia transmitida. Nos intenta hacer ver lo que las cosas han sido, por lo que justifican el actual estado de cosas en función de esa misma sucesión de hechos objetivos. La historia es teleológica, explica el presente a través del devenir del tiempo. Las pretensiones de la memoria son mucho menores y sin embargo imprescindibles para construir la historia. En ella cobra vital importancia la experiencia vivida por el que la relata. De ahí, la importancia de los libros de memorias de los intelectuales que se encuentran en el exilio. La memoria prima al sujeto del recuerdo, es subjetiva, nos permite una visión más intrahistórica que histórica. Es el protagonista de la vivencia el que nos relata sus vivencias interpretadas desde su propio punto de vista. Y sin embargo, pretende una panorámica general, válida para el común de los hombres.
La historia, por tanto, nos intenta dar la visión objetiva propia de una ciencia, convirtiéndola en un saber que podemos aprender. La historia se convierte así en un saber individual, en una disciplina que trata sobre hechos contrastables. La memoria, por su carácter subjetivo, se convierte en algo colectivo, que implica la vivencia del semejante, que permite la empatía con el protagonista. No es la historia de los grandes acontecimientos como batallas, estrategias o resultados abstractos de la brega política donde el individuo concreto queda al margen, sino la vivencia particular en la que cualquiera puede participar y sentirse reflejado.
La memoria le permite al exiliado reconstruir su mundo privado y esta reconstrucción se lleva a cabo para practicarse una cura. El exilio es una herida que es preciso restañar, por lo que relatar la experiencia individual se convierte en algo indispensable para la construcción de una memoria colectiva común a todas las personas que han sufrido el mismo trauma, la misma fractura. La memoria es el tratamiento terapéutico que el exiliado se prescribe. El ejemplo de ungüento que Caudet destaca es el de la poesía, una de las expresiones literarias capaces de llevar a cabo esta misión que narcotiza a la vez que cura por estar muy arraigada al sentimiento. Nos da numerosos ejemplos de poetas exiliados, como León Felipe, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Emilio Prados, Luis Rius o Manuel Altolaguirre entre otros.
La sacralización ritual del recuerdo permite mantener el arraigo, sentirse aún conectado a lo que se han visto obligados a abandonar. Es hacer presente la otra orilla, vivir metafóricamente en ella para ir preparando el regreso. La idea del regreso está presente en todos estos poetas como una necesidad puesto que el exilio se ve como algo transitorio, como una escisión temporal, que ocupará un breve espacio de tiempo. El exiliado quiere estar presente en la otra orilla para que al regresar aún sea reconocible por los otros, para que aún reconozca él a los otros que allí dejó, con miedo de que le ocurra lo que al protagonista de la tragedia de Camus, Jan5, que cuando regresa al hotel que regentan su madre y su hermana para sacarlas de la pobreza en la que viven, éstas, al no reconocerle, lo matan y le roban como habían venido haciendo con todos los adinerados que se hospedaban. El exiliado no quiere que los que deja le olviden y pretenden ser reconocidos cuando regresen. La necesidad de regresar está siempre presente pero las circunstancias lo impiden. Sólo cuando se constata la perdurabilidad del régimen franquista, tras la Segunda Guerra Mundial y el establecimiento de los bloques de poder que originarán la Guerra Fría, el intelectual comprende que su exilio será indefinido y al grito desesperado le seguirá la resignación, la depresión, el suicidio en algunos casos.
En este proceso de reconstrucción es imprescindible empezar por la memoria, rememorar la infancia y los primeros años de proyectos personales. Son los años en los que se desarrollan las raíces que tanto dolerán después. La reconstrucción de la infancia y la juventud supone la reconstrucción de la orilla que se deja para sentar las bases de lo que será la vida que se comienza en la orilla a la que se llega, produciendo una dialéctica del exilio en la que, por un lado, encontramos la añoranza de la tierra que el exiliado se resiste a dejar de lado y, por otro, urge una necesidad de comenzar de nuevo en el otro lado. Es una dialéctica agónica, al modo unamuniano, donde tesis y antítesis se enfrentan sin cuartel y donde no se produce síntesis, sino alternancia y predominio de una sobre otra y viceversa según el estado de ánimo, pero nunca hay superación.
Un ejemplo de esta reconstrucción es la que lleva a cabo Rafael Alberti en la obra citada más arriba. Reconstruye, desde su nacimiento y desde afuera, lo que le ha hecho ser lo que es. Su familia, sus compañeros de juego, su colegio de Jesuitas en su Puerto de Santa María natal, su primera vocación pictórica y su abandono por su definitiva vocación poética, sus lecturas, su progresiva implicación política que se va plasmando en sus obras, su Hombre desabitado, sus andanzas con la intelectualidad coetánea, su “adenopatía hiliar con infiltración en el lóbulo superior del pulmón derecho”, su reposo en la Sierra del Guadarrama o en Rute, su repaso de los acontecimientos históricos entreverados con sus propias vivencias que nos van creando un paisaje de lo que le constituye. Este es el primer término del proceso dialéctico antes referido. También reconstruye al final de estas memorias la casa que le albergará en el exilio argentino, la nueva arboleda desde la que partir en la nueva vida que no queda más remedio que emprender. Es el segundo término del proceso dialéctico. Pero siempre se siente como necesario el regreso. Reconstruye el paisaje de la nueva arboleda a partir de la perdida porque, como señala Caudet, el problema de España se convierte en pasión por España. La pasión por el paisaje se explica por la necesidad de atribuirle la universalidad y la esencialidad más que la descripción de un fenómeno particular.
Otro ejemplo de esta reconstrucción es el que realiza Maria Teresa León6, compañera de viaje de Alberti. Sus memorias son melancólicas, hay amargura, zozobra, hasta rencor en algunos momentos. Maria Teresa León dedica muchas más páginas que Alberti, contribuyendo a complementarlo, a la orilla del exilio. Reivindica la necesidad de la memoria para la cura, la necesidad de escribir como terapia:
Yo me siento aún colmada de angustias. Habréis de perdonarme en los capítulos en los que hablo de la guerra y del destierro de los españoles, la reiteración de las palabras tristes. Si, tal vez sean el síntoma de mi incapacidad como historiador. Pero no puedo disfrazarme. Ahí dejo únicamente mi participación en los hechos, lo que vi, lo que sentí, lo que oí, todo pasado por una confusión de recuerdos. No he evitado cuando lo creí necesario llamar pobre a mi España ni desgraciado a mi pueblo ni desamparados a los que padecieron persecución ni desesperados a los que sufrieron tantas enfermedades de abandono. Es mi pequeño ángulo visual de las cosas. Sé que ya en el mundo apenas se nos oye. Siempre habrá quedado el eco, pues el único camino que hemos hecho los desterrados de España es el de la resignación.7
En la evolución del pensamiento en el exilio la palabra resignación va cobrando cada vez mas presencia. Su peregrinar junto a Rafal Alberti les llevó de España a París, de allí a Chile, junto a su gran amigo Pablo Neruda, de allí a Argentina, a Buenos Aires y de allí a Roma. Lo que en un principio era algo transitorio se convirtió en toda una vida fuera de España. María Teresa León reconoce que los exiliados:
Eran los derrotados. Les habían marcado con hierro al rojo como a las ovejas del rebaño. Gente marcada8.
con lo que reconoce que hasta que los vencedores no dejen el poder no es posible el regreso. La marca impide volver con dignidad, con lo que la resignación a aceptar la condición de exiliado es inevitable. A la resignación le acompaña el sentimiento de incertidumbre que esta condición provoca:
Estoy cansada de no saber donde morirme. Esa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos?9.
Por esta razón es necesario reconstruir cada una de las dos orillas y mitificar el exilio rodeándolo de un halo que le dé sentido. Por eso en sus memorias hay un continuo viaje de una a otra orilla. La pregunta por la situación individual, en este contexto, se convierte necesariamente por una pregunta por la condición humana. Ambos sienten la necesidad de encontrar una utilidad a su situación, no sólo para ellos, sino también para el resto de exiliados y para la España que aún en la distancia sueñan con cambiar. En esta visión, el exiliado encuentra en el exilio un aliciente para enriquecerse, para autoanalizarse y con ello poder extrapolar sus conclusiones a un grado más universal. Reconvirtiendo el refrán, el exilio agudiza el ingenio y este enriquecimiento del ingenio es lo que da sentido a la vida del exiliado.
Una vez asumida la tardanza en el regreso, es necesario encontrar puentes de unión con la patria perdida. Caudet nos recuerda el papel que las revistas literarias tuvieron para hacer de nexo de unión entre los exiliados reales y los que comenzaron a denominarse “exilio interior” que, si bien no son exiliados estrictamente, si que realizaron una tarea de oposición al régimen franquista llegando a practicar un funambulismo que les permitiera no tener que abandonar el país. Algunos exiliados escriben en revistas que se publican en España y también se publican artículos de autores que escriben desde España en revistas americanas. Se produce una retroalimentación entre ambas orillas, aunque la del exilio tiene infinitamente menos presencia en España de la que merecía.

Desde España, el exilio se considera como un todo homogéneo, no se individualiza lo que cada intelectual exiliado aporta, sino que se habla de un pensamiento unificado del exilio. Lo cierto es que hay grandes diferencias entre los diferentes representantes del exilio español, al igual que había grandes diferencias entre los diferentes grupos que conformaban el bando republicano. Estas diferencias persisten en el exilio y en los derroteros que cada cual elige pueden verse estas diferencias. Algunos, como José Gaos, aprovechan su exilio para alcanzar un alto status social, e incluso, económico. Otros, como María Zambrano, vagan por diferentes países sin encontrar nunca un lugar donde echar nuevas raíces.

Los primeros viven un exilio privilegiado pues se insertan en las sociedades de acogida como si de inmigrantes se tratara, elevando sus condiciones sociales y materiales y alcanzando gran reconocimiento no sólo en el país de acogida sino a nivel internacional. Es lo que se ha denominado el agachupinamiento del exiliado en el caso mexicano. Quedan insertos en el país de acogida, rehacen su vida encontrando su sentido en sus quehaceres cotidianos. Aunque en ellos se dé la añoranza y la melancolía de la tierra abandonada, saben enraizar en su nuevo destino y abrir una nueva etapa en su vida haciendo, hasta cierto punto, borrón y cuenta nueva con el pasado.

Los segundos y María Zambrano en particular, interiorizarán la condición de exiliado hasta el punto de no concebirse sin ella. El exilio es consustancial a su persona. Por ello, nos dirá Zambrano que ama su exilio porque es la forma de amarse a ella misma, a lo que ha sido y es, incluso una vez que regresa a España. El exiliado tiene que poner al servicio de los demás su memoria, porque como ella mismo dice, en su Carta sobre el Exilio de 1961:

Somos memoria. Memoria que rescata10

Y la memoria es lo que el exiliado tiene que ofrecer, eso es lo que parece querernos decir con voz inaudible desde la orilla de la historia:

La prenda que el exiliado conserva entre sus manos, mientras mira al cielo con interrogación y sin llanto debe ser esa. Désele voz y palabra. No pide otra cosa sino que le dejen dar, dar lo que nunca perdió y lo que ha ido ganando: la libertad que se llevó consigo y la verdad que ha ido ganando en esta especie de vida póstuma que se le ha dejado”11

Esta es la labor última del exiliado y por esto habrá que preguntarle; para esto habrá de ser tenido en cuenta por los que se quedaron. Para dar libertad y verdad. Ya Adorno había dicho:

Todo intelectual en el exilio, sin excepción, lleva una existencia mutilada, y hará bien en reconocerlo si no quiere que se lo hagan saber de forma cruel desde el otro lado de las puertas herméticamente cerradas de su autoestimación.12

Después del turbulento siglo XX, siglo que en su inicio confiaba de manera desproporcionada en la razón, se hace imposible lo que se llama propiamente habitar. El daño ya está hecho.

Estos son algunos ejemplos de las reflexiones sobre el exilio han provocado en los intelectuales españoles que tuvieron que abandonar el país tras la Guerra Civil en el año 39. Algunos de ellos son los que recoge Caudet plasmando ese viaje que lleva desde el desconcierto de la huída, la melancolía, la zozobra, el desarraigo, la idealización y la mitificación de lo que se abandona y de lo que se va a encontrar, la resignación y la esperanza en el regreso. Por estos estadios pasaron gran parte de los exiliados, sobre todo aquellos que sufrieron una doble derrota, la de la guerra y la de la añoranza en la espera.




BIBLIOGRAFÍA


ADORNO, TH. W., Mínima moralia, Reflexiones desde la vida dañada. Akal. Madrid, 2006
ALBERTI, Rafael, La arboleda perdida. Memorias. Seix Barral, Barcelona, 1975.
CAMUS, Albert, El malentendido. Alianza Editorial, Madrid, 2001
CAUDET. Francisco, El exilio republicano de 1939. Ediciones Cátedra, Madrid, 2005
LEÓN, María Teresa, Memoria de la Melancolía. Editorial Bruguera, Barcelona, 1979.
TRAVERSO, Enzo, El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política. Ed. Marcial Pons, Madrid, 2007.
ZAMBRANO, María, “Carta sobre el exilio” publicada en Cuadernos del Congreso por la libertad de la Cultura (número 49).


1 CAUDET. F., El exilio republicano de 1939. Ediciones Cátedra, Madrid, 2005, páginas 21-70.
2 URANGA. E., Análisis del ser del mexicano. Ediciones del Gobierno del Estado de Guanajuato, Guanajuato, 1990, pág. 13.
3 ALBERTI, R., La arboleda perdida. Memorias. Seix Barral, Barcelona, 1975.
4 TRAVERSO, E., El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política. Ed. Marcial Pons, Madrid, 2007.
5 CAMUS, A., El malentendido. Alianza Editorial, Madrid, 2001.
6 LEÓN, M. T., Memoria de la Melancolía. Editorial Bruguera, Barcelona, 1979.
7 Ibid., págs. 7-8.
8 Ibid., pág. 30.
9 Ibid., pág. 31.
10 ZAMBRANO, M., “Carta sobre el exilio” publicada en Cuadernos del Congreso por la libertad de la Cultura (número 49).
11 Ibid.
12 ADORNO, TH. W., Mínima moralia, Reflexiones desde la vida dañada. Akal. Madrid, 2006, pág. 37.

martes, 27 de marzo de 2018

EL TEXTO Y SUS LECTURAS.


Rescatando un viejo escrito

           
            Abordar el texto y sus lecturas implica abordar, casi en su totalidad, todos los aspectos de la historia del pensamiento occidental, es decir, supone tener en cuenta aspectos relacionados con el lenguaje en todos sus modos de expresión. El texto implica la escritura, la escritura implica la palabra, la palabra implica la oralidad y la oralidad se contrapone a la escritura en su modo de hacer llegar los pensamientos. Además, el signo lingüístico, ya sea palabra, letra escrita o cualquier tipo de grafía como la pintura, une el objeto con el pensamiento, la idea con la cosa. De ahí la importancia del desarrollo que el tratamiento de esta cuestión ha tenido en los últimos años por parte de filósofos y lingüistas de muy diferentes escuelas.

            El lenguaje une el objeto con el pensamiento, la idea con la cosa. Esta unión diádica parece clara en el lenguaje hablado. Es un diálogo que trata de unir los hechos que observamos con nuestro modo de observarlos. Es un modo dualista que se compone de ideas y de cosas. La cópula refleja, en primer lugar, que no se trata del mismo rango de existencias. En segundo lugar, nos muestra una realidad formada por la suma de esos dos elementos. Al introducir la escritura, nos encontramos con un tercer elemento en discordia, un elemento que parece una copia de la copia. La palabra escrita representa a la cosa, la copia. Tenemos, pues, un pensamiento triádico, que contempla estos tres elementos. Surge así la pregunta por la escritura, por su sentido y su utilidad. De la escritura nace el texto. El autor que escribe, realiza textos. Estos textos necesitan ser leídos por un lector que los haga vivir.

            Uno de los autores que más inquietud han demostrado por la escritura ha sido Derrida. Consideraba la escritura anterior al propio pensamiento y a la oralidad, defendiendo que pensamos escrituralmente y que ésta es el principio originante del pensamiento. Para Platón[1], las ideas no están aisladas sino que participan unas de otras, y las cosas de ellas, están intrometidas, entretejidas. La etimología de la palabra texto, muy común en los diferentes idiomas, nos lleva a la palabra latina “textus”, participio de “texto”, del verbo texere. Texere significa tejer, trenzar, entrelazar. Comparte, pues, uno de los rasgos que tenían las ideas de Platón. La escritura teje ideas, hila pensamientos, compone textos. La escritura nos abre el camino que el pensamiento se dispone a recorrer. Este camino se puede volver a andar a través de los textos que la filosofía nos ha dejado. Leyendo los relatos que se encuentran en los textos, recorremos el camino que nos lleva a las ideas que cuajan en los textos, podemos seguir su trama. Como ya nos señaló Nietzsche, el lenguaje determina qué es lo que cada época ha considerado la verdad[2] y a partir de él se constituyen los relatos que nos acercan a estas épocas. Así, la historia no es más que un relato, igual que la literatura o la pintura, o cualquier otra forma artística. Sin embargo, estos relatos nos son útiles para saber lo que otros hombres han hecho en el pasado. Para poder comprender estos relatos, Derrida nos propone un método de lectura:

 una estrategia de lectura, cuya peculiaridad, frente a cualquier otra, radica justamente en el objeto específico que busca; un mecanismo textual que sobrepasa, o ha sobrepasado, las intenciones de quien produjo el texto en cuestión, o las intenciones que pretende manifestar el texto mismo[3] 

Este método es necesario porque nunca es claro aquello que tenga que ver con el lenguaje. Él mismo se consideraba ajeno a su propio idioma, extranjero en su propio idioma, sosteniendo que sólo hablaba una lengua y que además no era la suya[4].

Sin embargo, el lenguaje es la clave del pensamiento y a través de él se pueden transmitir las ideas. Platón defenderá el diálogo, el lenguaje hablado frente al lenguaje escrito, como verdadero instaurador del conocimiento. La escritura no resultará un phármakon[5] tal como la defiende Theuth, vacunando al hombre contra el olvido, sino que propiciará el desuso de la memoria tal como predice Thamus. Para contradecir al maestro griego hay que señalar que este diálogo platónico nos ha llegado a través de la escritura.

Como hemos esbozado más arriba, el pensamiento francés ha tomado en consideración la problemática que se abre en la discusión entre la preeminencia del lenguaje oral frente al lenguaje escrito. Algún ejemplo ya se ha señalado sobre la postura de Derrida. Algunos pensadores han adoptado esta problemática como el eje de su quehacer filosófico. En ellos, se invierte la preeminencia de la oralidad sobre la escritura y hacen de ésta el centro de su discurso.

Paul Ricoeur, se encuentra en la necesidad de definir exactamente a qué llamamos texto:

Llamamos texto a todo discurso fijado por la escritura [...]dicha fijación es constitutiva del propio texto[6].


La escritura (y la posterior lectura de lo escrito) fija un discurso. Este discurso puede ser hablado o simplemente pensado y transportado a la hoja mediante la palabra escrita. El discurso que se fija mediante la escritura, al ser leído, puede ser interpretado. El lector sustituye al interlocutor, ya no es necesaria la palabra hablada. El silencio también transmite el discurso a través de su lectura. Ya no es necesaria el habla para la comunicación, ya que:

todo escrito conserva el discurso y lo convierte en archivo disponible para la memoria individual y colectiva[7] por lo que “la liberación del texto respecto a la oralidad entraña un verdadero cambio, tanto de las relaciones entre el mundo y el lenguaje, como de la relación que existe entre éste y las distintas subjetividades implicadas, como la del autor y la del lector”[8]
            Y es que ya no es necesario que los dialogantes compartan escenario para comprenderse. El lector, para interpretar lo escrito, tiene que construir la referencia sobre la que el autor escribió el discurso. En eso consiste la interpretación del texto que Ricoeur nos propone. Este modo de interpretar los textos conlleva relacionar unos textos con otros, unas interpretaciones con otras y produce una intertextualidad que propicia el uso de los archivos. Así podemos señalar otro rasgo característico del texto: la materialidad. Los textos pueden ser consultados, interpretados, citados. Esta materialidad del texto cobra forma con la lectura. Sin embargo, la materialidad del texto implica la imposibilidad de poseerlo del todo o de apropiárselo. La lectura que alguien pueda hacer de un texto no lo agota. Ninguna lectura agotará su realidad. El texto, pertenece ahora al lector, no al autor. El autor ya no tiene nada que decir sobre el texto ya que puede que ni siquiera exista. Es el lector el que actualiza el discurso fijado en el texto. Esto nos lleva a otra de las características que para Ricoeur tiene el  texto: la apertura. El texto está abierto a la interpretación que cada lector le dé. Además, el texto está abierto a nuevas interpretaciones que ayuden a comprender mejor el discurso del autor (mejor, incluso, que el autor mismo). Otra característica del texto es la objetividad. Podemos adoptar ante el texto una actitud explicativa, atendiendo a su estructura, a sus modos de expresión, a su lenguaje, y  podemos adoptar una actitud interpretativa, actualizando los contenidos del discurso, apropiándonos ese discurso. En la unión de estas dos actitudes encontraremos la objetividad del texto. Al apropiarse del texto mediante la acción de la lectura, el lector siempre deja abierta la posibilidad de completar su interpretación con otras interpretaciones posibles:

Esto significa que, al igual que un texto, la acción humana es una obra abierta, cuyo significado está en suspenso. Por el hecho de “abrir” nuevas referencias y recibir una nueva pertinencia de ellas los hechos humanos están esperando igualmente nuevas interpretaciones que decidan su significación”[9]


            Derrida también se encarga de señalar determinadas características que hacen del texto y de la escritura el eje principal de su pensamiento. Ya hemos visto como la deconstrucción sirve de método de lectura de un texto. Como hemos visto, este método consiste en una descomposición del discurso para componerlo de nuevo. Se trata de desmontarlo para volverlo a recomponer convertido ya en algo diferente.

Este modo de acercamiento al texto es necesario porque en la escritura no hay alguien con quien dialogar. El texto no permite entrar en diálogo con el autor ni con otros oyentes del discurso porque no hay nadie presente. El lector se encuentra solo con el discurso que el texto le brinda. Lo fundamental del texto es la ausencia o falta de presencia. Lo que narra no está presente y es función del lector actualizar aquello que está ausente. El texto nos brinda la huella de una presencia que ya no está. Es lo que, con Condillac, designa como marca[10]. Esta marca o huella remite a un pasado del que sólo tenemos vestigios, que no es concreto ni contemporáneo. Según Derrida no somos contemporáneos a nosotros mismos ya que nunca coincidimos con nosotros mismos y la diferencia está en nosotros respecto de nosotros mismos.  Ni siquiera, como reconoce Derrida[11], hay presencia del destinatario del signo escrito. El autor, cuando escribe, no escribe para un destinatario presente, no conoce quién le va a leer. Hay destinatarios ausentes que serán lectores aunque el autor no los tenga en su mente en el momento de escribir el texto. Por eso, y como una de las características fundamentales que todo texto ha de tener es la legibilidad:

Ahí es donde la diferencia como escritura podría ser ya una modificación (ontológica) de la presencia. Es preciso si ustedes quieren, que mi “comunicación escrita” siga siendo legible a pesar de la desaparición absoluta de todo destinatario determinado en general para que posea su función esa escritura, es decir, su legibilidad.[12]
           


Si el texto es legible tal como nos lo ha descrito Derrida en la cita anterior quiere decir que es comprensible por parte del lector. Si el lector lo comprende y lo interpreta, entonces el texto es citable. Un texto es citable si el lector puede encontrarse con ese texto en otro contexto, es decir, se puede sustraer del contexto en el que surgió y ponerlo en otros contextos diferentes de modo que el texto siga diciéndonos algo, aunque sea un algo diferente a lo que en su momento sugirió. Por tanto, otra de las características fundamentales del texto para Derrida es que sea citable.

Todo signo, lingüístico o no lingüístico, hablado o escrito (en el sentido ordinario de esta oposición) en una unidad pequeña o grande, puede ser citado, puesto entre comillas; por ello puede romper con todo contexto dado, engendrar al infinitos nuevos contextos de manera absolutamente no saturable.”[13]


Para él, la escritura funcionaría algo así como el eterno retorno de lo mismo nietzscheano. Se puede volver a recorrer, mediante la cita, el texto de nuevo. Al hacerlo, lo convertimos en transitable, en reitinerable, ya que se puede reiterar y repetir en las citas sucesivas. Que sea reitinerable es otras de las características que Derrida le atribuye al texto, pues lo que con este término quiere mostrar es que se aúnan la reiteración y la alteridad, donde reside la diferencia que cada uno que cita, a pesar de citar lo mismo, aporta en su interpretación:

Esta iterabilidad (iter, de nuevo vendría de itara, “otro” en sánscrito, y todo lo que sigue puede ser leído como la explotación de esta lógica que liga la repetición a la alteridad) estructura la marca de la escritura misma, cualquiera que sea además el tipo de escritura (pictográfica, jeroglífica, ideográfica, alfabética, para servirse de estas viejas categorías). Una escritura que no fuese estructuralmente legible- reiterable- más allá de la muerte del destinatario no sería una escritura.”[14]

            Por esta razón el texto tiene materialidad, porque es imposible borrar la huella y la marca cuando se lee. Cuando se lee, se transita el discurso en contextos diferentes. El texto no puede ser poseído por el lector ya que cada vez que un texto se lee nos dice de nuevo lo mismo de forma diferente. En este sentido es en el que leer es el eterno retorno de lo mismo.

            Los mismos rasgos definen al autor del texto. Éste, para dar autoridad a lo escrito, firma la obra. La firma confirma la autoridad del texto. Para que la firma pueda ser atribuida al autor en cuestión, ha de ser también reiterable, repetible. Lo que ocurre es que nunca habrá dos firmas idénticas, sólo similares, y aunque sean la misma firma siempre habrá diferencias entre ellas:

Para funcionar, es decir, para ser legible, una firma debe poseer una forma repetible, iterable, imitable; debe poder desprenderse de la intención presente y singular de su producción. Es su mismidad lo que, alterando su identidad y su singularidad, divide el sello.” [15]

            El autor firma la obra para demostrar su autoría. Como hemos visto, el autor no está presente en la lectura y escribe para un lector ausente que interpretará lo que aquel quiso decir y pondrá el texto en circulación para que otros lectores lo recorran y lo interpreten. El texto tendrá vida por sí mismo en cada lectura y nunca quedará agotado.

Foucault otorga la misma importancia al discurso transmitido por el lenguaje escrito:

Así, pues, saber consiste en referir el lenguaje al lenguaje; en restituir la gran planicie uniforme de las palabras y las cosas. Hacer hablar a todo. Es decir, hacer nacer por encima de todas las marcas el discurso segundo del comentario. Lo propio del saber no es ni ver ni demostrar, sino interpretar.”[16]

            El texto abre la puerta a la lectura, la lectura consiste en interpretar aquello que se lee, la interpretación nos lleva a citar el texto para que otros repitan el proceso y añadan nuevas interpretaciones. En eso consiste el saber y su transmisión. Es necesario escribir para fijar lo discursos que van entretejidos de ideas que hay que ir descubriendo e interpretando. Como dice Ángel Gabilondo, “Ciertamente leer es rescribir y escribir es leer un libro nunca escrito[17]. Así puede interpretarse el texto y sus lecturas.





[1] Platón.- Parménides. Alianza Editorial, Madrid,1990. Pág. 60.
[2] Nietzsche, F.- Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Ed. Tecnos, Madrid 1998, pág. 25.
[3] Marín González, C., “Presentación” en Derrida, J., Márgenes de la filosofía. Cátedra, Madrid 1989. pág. 10
[4] En El monolingüismo del otro: “yo no hablo más que una sola lengua (y, pero, ahora bien), no es la mía”. Ed. Manantial, Buenos Aires, 1977. Pág. 42.
[5] Platón, Fedro. (174 c y siguientes) Gredos, Madrid, 1997, Pág. 400-404.
[6] Ricoeur, P., “¿Qué es un texto?” en Historia y Narratividad, Paidós, 1999. Pág. 59.
[7] Ibíd. Pág. 61.
[8] Ibíd. Pág. 62.
[9] Ricoeur, P. “La acción considerada como un texto” en Hermenéutica y acción. De la hermenéutica del texto a la hermenéutica de la acción. Ed Docencia, Buenos Aires 1985.
[10] Derrida, J., “Firma, acontecimiento, contexto” en Márgenes de la filosofía. Cátedra, Madrid 1989. pág. 354
[11] Ibíd. pág. 356.
[12] Ibíd. pág. 356
[13] Ibíd. pág. 361-362.
[14] Ibíd. pág. 356.
[15] Ibíd. pág. 371.
[16] Foucault, M., Las palabras y las cosas. Siglo XXI, Madrid, 2006. Pág. 48.
[17] Gabilondo. Á., Alguien con quien hablar. Aguilar, Madrid, 2007. Pág. 143.


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