Por
supuesto que la literatura, como ningún quehacer que provenga del hombre, esta
desprovista de ideología, de intención política. No creo que exista nada en la
creación artística o filosófica del hombre que no persiga crear adeptos a la
ideología que el autor profesa. Incluso aquellas creaciones artísticas que se
consideran despolitizadas, sin carga ideológica, pongamos por caso una película
del tipo a las que llevan a millones de espectadores en todo el mundo a las
salas, como por ejemplo la dirigida por Jay Roach en el año 2000 titulada “Los
padres de ella” (Meet the parents), con un reparto “espectacular” con
alguno de los actores más consagrados por la crítica en la industria
cinematográfica americana, calificada por estos mismos críticos como cine sin
pretensiones (salvo las de hacer caja o taquilla, se entiende) y creado para el
entretenimiento (si es que a este producto se le puede llamar creación
artística). En mi opinión, este cine
está tan cargado de ideología como cualquier otra película dirigida por
Eisenstein, Leni Reifenstahl, Charles Chaplin o Ken Loach en época más
reciente. Se trata de modos diferentes de hacer llegar el mensaje que se quiere
transmitir, esto es, el modo de vida y los valores que el autor plasma como el
modo de vida auténtico. La autenticidad de este modo de vida puede ser narrada
de forma directa, para que sea fácilmente comprensible por un público que entra
en la sala dispuesto a desconectar de sus preocupaciones cotidianas, es decir,
para entretenerse, o puede ser narrada a través del documental, la sátira o el
drama, es decir, de una forma más indirecta dirigida a un público más sesudo y
refinado.
Podemos
hacer una analogía entre el ejemplo de más arriba en lo tocante al cine con la
literatura y con la filosofía. No hay obra literaria o filosófica que no
contenga la ideología y la visión política del literato o el filósofo porque,
como nos recordó Ortega, no se es literato o filósofo sin más, sino que esa es
una ocupación entre otras muchas ocupaciones que el autor en cuestión
desempeña. Y en esa ocupación, cuando el autor prepara su obra, está cargada de
intencionalidad, sea ésta la que sea, desde el reconocimiento con vistas a la
obtención de prestigio narcisista, a la más material intención de ganar dinero
para llevar una vida desahogada, pasando por la denuncia de los males de la
época y persiguiendo la instauración de un mundo más justo mostrando las
miserias de nuestra cultura y de nuestra condición.
En
esta época en la que aún nos debatimos sobre la modernidad y la
post-modernidad, signifique esto último lo que signifique, en la que no tenemos
nada claro si lo que deber ser tenido en cuenta es al autor de la obra, la obra
o el lector que lee la obra, aunque parece que lo más oportuno es tener en
consideración a los tres al mismo tiempo, en la que la filosofía, entre otras
ocupaciones, se ha dedicado a deconstruir los textos para poder así
interpretarlos, dando preponderancia así al punto de vista del
lector-comentador, donde lo que nos encontramos en muchas ocasiones son las
glosas de los textos y en la mayoría la glosa de la glosa de los textos
analizados, conviene poner la mirada sobre los modos de darse del discurso
filosófico, sobre la necesidad de tener en cuenta a la literatura como el
modelo de argumentación filosófica que perdió la batalla frente a la
sistematización alemana del pensamiento. Este hecho puede ser visto con rotunda
claridad en España que, contando con grandes literatos, con un Siglo de Oro,
alguno de Plata y casi todos los demás también calificables bajo algún metal
noble, ha tenido cierta aversión a sistematizar filosóficamente el pensamiento.
A mi modo de ver, en el academicismo filosófico de los últimos años de nuestro
país ha existido cierta germanofilia, lo que ha provocado que ni siquiera en
nuestra propias universidades se reconozca un verdadero pensamiento español,
como sí se acepta el pensamiento francés, el inglés y por supuesto el alemán.
Ortega, al que ya hemos citado, cae también en esta concepción de que la
filosofía española adolece de este mal y por esta razón trata de ejercer de
pionero, dando la impresión de que antes de él no se habían tratado en serio
las cuestiones filosóficas. En casi ningún momento habla de los autores
españoles que le precedieron en el quehacer filosófico, como si no existieran o
nada hubieran hecho a favor del desarrollo de esta disciplina. Sin embargo, ese
complejo de inferioridad contraído con otras filosofías europeas ha hecho que
la pretensión de sistematizar el pensamiento estuviera presente en muchos de
nuestros filósofos para “darle pedrigree” a su trabajo rechazando así la
otra vía que estaba abierta, esto es, la literatura, con Miguel de Unamuno como
uno de los máximos exponentes.
La novela (las nivolas), el teatro o la poesía
están cargadas, en muchos casos de pensamientos que la filosofía sólo ha sido
capaz de rozar. Uno de los pensamientos que quizá mejor haya transmitido la
literatura es la descripción del hombre como aquel ser en el que no se da una
unidad, sino que en él interactúan razón y sentimiento, voluntad y necesidad,
bien y mal. El mal ha sido tratado por la filosofía, por norma general, como
ausencia de bien. Del mismo modo podríamos definir el bien como ausencia de
mal, pero en ambos casos definiríamos tanto el mal como el bien por lo que no
es o por lo que le falta, por una carencia.
En
la literatura, podemos encontrar ejemplos donde no rige la máxima que dice “no
hay mal que por bien no venga”, donde el mal, ni por supuesto el bien,
están encaminados a un fin teleológico que redimirá al hombre. En palabras del
profesor Tomás Pollán, están exentas de mentalidad retributiva, es
decir, de que la acumulación de penurias, esfuerzos baldíos, desgracias y cosas
semejantes que podríamos calificar como representación del mal sobre los
hombres tendrán su recompensa, no ya en una vida post mortem ahora que ya
sabemos, gracias a Zaratustra, que Dios a muerto, sino que incluso seremos
recompensados en esta vida más terrenal que divina. Vivir tiene como única
recompensa el día a día, el seguir vivo y no parece muy oportuno unir justicia
y vida como si se tratase de dos conceptos que están a la misma medida o que
pertenecen a la misma categoría, sino que su unión nos lleva a lo que los
analíticos denominan un error categorial. La vida no tiene por qué ser justa o
injusta, no podemos aplicar este adjetivo a la vida de igual manera que no lo
podemos aplicar el color, por ejemplo rosa, salvo que sea en un nivel
metafórico. Según esta visión, el mal no se redime y el que lo padece lo padece
sin más, mientras que el que disfruta del bien es un afortunado. En el ideario
colectivo, el “no hay mal que por bien no venga” está tan interiorizado que es
difícil escapar de él. Ni siquiera en el siglo XX, el siglo donde el nihilismo
se apoderó del pensamiento, y el comienzo del XXI han sido capaces de escapar
de esta visión. Quizá la causa sea el cristianismo que recorrió y recorre
Europa o la necesidad de encontrar sentido a la vida la que nos hace buscar
explicaciones racionales al horror cuando este se produce, pero lo que parece
inevitable es que el mal se justifique por el bien que acarreará al que lo
padezca. Un ejemplo claro, como digo, de una ausencia de mentalidad retributiva
es la que se da en el Meursault de El Extranjero de Camus, o en
el Eladio Linacero de El pozo de Onetti. En estas obras
encontramos la expresión de la sentencia de Nietzsche que Camus nos recuerda en
El mito de Sísifo donde dice que sólo tenemos el arte para no
morir de verdad.