En “Reflexiones sobre el exilio”, Said parte de su estancia en Nueva York para realizar esta reflexión sobre el exilio: “allí llegaban los irlandeses, italianos, judíos y no judíos del este de Europa, africanos, caribeños, y gentes del Próximo o Lejano Oriente”. Esta amalgama de gentes provoca un conjunto de lo que Said llama “narraciones expatriadas” que hacen de Nueva York “una ciudad de inmigrantes y exiliados que vive en tensión con el centro simbólico (y en ocasiones real) de la economía globalizada mundial del capitalismo tardío”
Estados Unidos ha sido el gran receptor de exiliados, expatriados y emigrados durante todo el siglo XX, ya que este siglo ha estado marcado y ha estado definido por estos grandes desplazamientos colectivos. Entre los orígenes de estos grandes desplazamientos, Said señala que “la experiencia histórica del imperialismo para los imperializados llevaba consigo la sumisión ciega y la exclusión; por tanto, la experiencia histórica de la resistencia y descolonización nacionalista estaba diseñada para la liberación y la inclusión”. Y en esta dialéctica dominador-dominado había un mundo común y un lenguaje universal. Said mantiene la tesis de que la cultura occidental moderna es en gran medida obra de exiliados, emigrados y refugiados. Para él, “el exilio es la grieta imposible de cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su verdadero hogar: nunca se puede superar su esencial tristeza.” Nuestra era es, por tanto, la era del refugiado, de la persona desplazada, de la inmigración masiva.
Ha habido quien ha defendido que el exilio es beneficioso para las humanidades, que el sufrimiento que provoca en el que lo padece ha posibilitado reflexiones de gran calado sobre la naturaleza humana. Sin embargo, no se puede tolerar esta visión. El exilio, en palabras de Said, “no es ni estética ni humanísticamente comprensible: como máximo, la literatura sobre el exilio objetiva una angustia y unos apuros que la mayoría de la gente rara vez experimenta de primera mano; pero pensar en el exilio como algo beneficioso para las humanidades que informa esta literatura es trivializar sus mutilaciones, las pérdidas que inflinge a aquellos que las sufren, el silencio con que responde a cualquier tentativa de entenderlo como algo bueno para nosotros”. Y esto es así porque el exilio es equiparable con la muerte en el sentido de que ambas vivencias arrancan al protagonista de la vida. En la muerte en un sentido literal, en el exilio, en el sentido figurado de la pérdida de identidad. Si se amputa la identidad se niega la dignidad de las personas.
Desde el siglo XIX, hemos asistido a la construcción de las realidades nacionales más allá del territorio geográfico que éstas ocupan. Estas construcciones de la identidad han sido la base de la configuración de las nacionalidades. Como Said refleja, “el nacionalismo es una afirmación de pertenencia en un lugar y a un lugar, un pueblo y un legado. Afirmar el hogar creado por una comunidad de lengua, cultura y costumbres; y, al hacerlo, elude el exilio, lucha para impedir sus estragos” Esta dialéctica es comparada por Said como la dialéctica del amo y el esclavo. Se constituyen mutuamente. “Con el tiempo, los nacionalismos vencedores depositan la verdad exclusivamente en sí mismos y relegan la falsedad y la inferioridad a la gente de fuera.” Se crea la distinción entre el nosotros y el afuera, los de afuera. El nosotros es la nación, la colectividad; los de afuera son lo exiliados constituidos en la individualidad y el aislamiento de la comunidad. Por eso el exiliado es considerado por Said como “un estado discontinuo del ser” ya que al estar apartados de sus raíces tienen la necesidad de intentar reestablecerlas, de verse a sí mismo insertos en una “ideología triunfante”.
Frente a Kamen, Said distingue entre exiliados, refugiados, expatriados y emigrados: “El exilio nació de la antigua práctica del destierro. Una vez desterrado, el exiliado vive una existencia anómala y miserable con el estigma de ser un extranjero. Los refugiados, por otra parte son una creación del Estado del siglo XX. La palabra “refugiado” se ha convertido en un término político que hace pensar en grandes masas de personas inocentes y desconcertadas que requieren ayuda internacional urgente, mientras que “exiliado” lleva consigo, creo yo, un toque de soledad y espiritualidad. Los expatriados viven voluntariamente en un país extraño, normalmente por razones personales o sociales [...] Los expatriados pueden compartir la soledad y el extrañamiento del exilio, pero no sufren sus rígidas proscripciones. Los emigrados gozan de una ambigua condición. Técnicamente un emigrado es cualquiera que emigra a un nuevo país. En esta cuestión la elección es ciertamente una posibilidad, Los funcionarios coloniales, los misioneros, los técnicos especializados, los mercenarios y asesores militares cedidos pueden en cierto sentido, vivir en el exilio, pero no han sido desterrados.”
Aún a pesar de estas diferencia, en estos casos el individuo necesita crear un nuevo mundo que al que asirse. Tiene que crear los resortes que le expliquen el nuevo mundo al que se enfrenta. Esto es así porque, como sostiene Simone Weil, “tener raíces quizá sea la necesidad más importante y menos conocida del alma humana”. Weil, analizando la época moderna, nos muestra que por un lado, “está el puro hecho del aislamiento y el desplazamiento, que produce ese tipo de masoquismo narcisista que e resiste a todos los esfuerzos de mejora y aculturación y a formar parte de la comunidad. En este extremo el exiliado puede convertir el exilio en un fetiche, en una práctica que lo distancia de todas las relaciones y compromisos. Vivir como si todo lo que a uno le rodea fuera provisional y quizá trivial es caer presa del cinismo petulante así como del desamor más quejumbroso”. Por otro lado, “es más frecuente la presión para que el exiliado se una a partidos políticos, a movimiento nacionales o al Estado. Se ofrece al exiliado un nuevo conjunto de afiliaciones y desarrolla nuevas lealtades”. Por último, “también hay una pérdida: la perspectiva crítica, de cautela intelectual, de coraje moral”. Said considera como ejemplo a Theodor Adorno. Para él, la única casa es la escritura.
Una de las cuestiones más discutibles de esta reflexión sobre el exilio la podemos encontrar en su afirmación de que el nacionalismo “elude el exilio” y que “lucha para impedir sus estragos”. La construcción nacional esta fundamentada en una serie de paradigmas, de construcciones convencionales, de aspectos ideológicos, raciales y un largo etcétera, que hace que el nacionalismo excluya a muchos de los miembros de una comunidad dada, estando en él el germen de la segregación y del exilio.
Frente a esta visión del exilio podemos contraponer la visión que María Zambrano desarrolla en su Carta sobre el exilio. Ella, como Said, padeció el exilio. En esta carta nos deja constancia de lo que exiliado representa.
Para María Zambrano, el exiliado no sólo es el individuo concreto sino que tiene significación para el que no está exiliado. Éste crea imágenes de aquél: “Máscaras creadas por la situación del que encuentra en su camino al exiliado- pues el exiliado es siempre él, el encontrado y alguna vez descubierto-, o máscaras inventadas por algún conflicto de conciencia, por algún inconfesado remordimiento o por algún pánico de los que acometen al que no ha perdido su herencia, al que tiene un estar”. Según Zambrano, la labor del exiliado no será cargarse de razones que justifiquen su situación, sino que deberá descargarse de sinrazón y de razones, de voluntad y de proyectos. Deberá quedarse desnudo y descarnado como el que está naciendo y muriendo a la vez. Es aquel al que le han dejado en la vida. No es héroe aunque haya cumplido hazañas heroicas y aunque lo fuera no se definiría por ello. Zambrano sostiene que el exiliado español ha elegido la vía de no cargarse de razones que justifiquen su exilio. En lugar de esto, lo que el exiliado español ha hecho es ir dejando estas razones “a sí mismas, a su propio curso para que brillen por sí mientras él se va quedando reducido a... lo irreducible: a la verdad de su ser, de su-ser-así, despojado de todo, de razón y de justificación. Esto es lo más cercano a la inocencia.” Desde esta inocencia el exiliado “está en el lugar sin nombre donde han estado siempre todos los dejados, por siglos a veces, para que alguien los recoja” No está ahí para ser salvado sino para que dé algo que sólo él tiene. La labor del exiliado será, pues, la de “remitir ese algo precioso, único, sin remitirse a sí mismo.” Esto es algo que el cargado de razones no puede hacer. Siempre se remitirá a sí mismo cuando le pregunten por su condición. El exiliado “parece haberse salido de la historia y está en su orilla...como pura presencia”. No pide nada y está ahí esperando a poder hablar, a remitir ese algo. Es la voz inaudible que parece que va a emitir en cualquier momento es su decir de ese algo. “Una palabra, una verdad, sólo eso”. Esta es la visión que Zambrano tiene del exiliado y así es como siente el exilio en un primer momento. Sin embargo, pasan los años fuera de la patria y todo parece volverse borroso. El exiliado tiene claras las razones de su exilio aunque no las comparta según hemos visto en ese despojarse. Los que se quedaron no lo tienen tan claro. Tienen la sensación de que el exiliado está por ahí, y le insta a volver, “es decir: sal de ahí, de ese imposible lugar donde estás, y vuelve.” El exiliado es instado a des-exiliarse. El pensar que está por ahí, sin lugar concreto, evita preguntar el porqué de su exilio, afianza el pensamiento único del que hablábamos al principio. El inconformista ya no tiene en cuenta al exiliado, no sabe lo que ha estado haciendo todos estos años, ya que no ha habido noticias de él. Y es que para Zambrano, el exiliado se quedó “desprendido del fluir de la historia”. La guerra y el exilio son el corte. “Al exiliado le dejaron sin nada, al borde de la historia, solo en la vida y sin lugar”Al que se quedó le han dejado sin horizonte aunque esté en su tierra, se ha quedado viviendo un sueño. Sin embargo el exiliado ha tenido que despertar de ese sueño. Frente a Said, el exiliado saca una lectura positiva de todo esto. “Y si se ha ido quedando así, embebido en sí mismo y como ajeno a todo, hasta a su propia historia, es por verla, por estarla viendo cada vez con mayor claridad y precisión, desde ese lugar, en ese límite entre la vida y la muerte donde habita, el cual es el lugar privilegiado para que se dé la lucidez, sobre todo cuando se ha renunciado a justificarse y cuando no se ha cedido a cristalizar en un personaje; cuando no se ha querido ser nada, ni siquiera héroe”. El que se queda tiene una realidad sin horizonte. El exiliado tiene un horizonte sin realidad. Ha tenido que bucear en la Historia de España para convertirse en conciencia de la historia. Por ello el exiliado se convierte en la memoria de la historia, en “memoria que rescata”. La figura del exiliado se convierte en la memoria de un pasado inasimilable. Aquí viene una de las partes más bellas de la carta: el exiliado es memoria pero “memoria que suscita pavor. Se teme de la memoria el que se presente para que se reproduzca lo pasado, es decir, algo de o pasado que no ha de volver a suceder. Y para que no suceda, se piensa que hay que olvidarlo. Hay que condenar lo pasado para que no vuelva a pasar. La verdad es todo lo contrario.” Desde aquí cobra vigencia la figura del exiliado. Tiene que contar ese algo que no es otra cosa que la memoria. Si lo pasado se oculta como si no hubiera existido, el pasado acabará volviendo, como los fantasmas. Si lo pasado es rescatado (ahora que estamos en tiempos de leyes que reivindican la Memoria Histórica), es clarificado por la conciencia, actuará como guía para que no se vuelva a repetir. “Pues la tragedia no se repite. Cuando se repite es porque es la misma, porque el umbral de la fatalidad no ha sido superado” Vemos, en estas apasionantes líneas, la aplicación de la psicología freudiana al análisis de la historia. El pasado, como el trauma, vuelve si lo mal enterramos vivo. Si apelamos a la memoria, a la conciencia, esto es, al exiliado, hay esperanza de que lo pasado no vuelva, hay esperanza en el despertar, “y despertar no es otra cosa que recobrar la conciencia y con ella la libertad; la libertad y el tiempo”. El exiliado ha comprendido que el mal de la historia de España es la guerra civil. No la última sino la perpetua guerra civil que hemos vivido. Si se toma conciencia de ello, se traspasará el umbral y la historia no se repetirá. Este es ese algo que el exiliado tiene que ofrecer, eso es lo que parece querernos decir con voz inaudible desde la orilla de la historia. María Zambrano lo expresa de una manera ejemplar: “La perla que el exiliado conserva entre sus manos, mientras mira al cielo con interrogación y sin llanto debe ser esa. Désele voz y palabra. No pide otra cosa sino que le dejen dar, dar lo que nunca perdió y lo que ha ido ganando: la libertad que se llevó consigo y la verdad que ha ido ganando en esta especie de vida póstuma que se le ha dejado” Esta es la labor última del exiliado y por esto habrá que preguntarle; para esto habrá de ser tenido en cuenta por los que se quedaron. Para dar libertad y verdad. El análisis de su situación y de su labor como exiliada, como portavoz de los que se fueron alcanza aquí una belleza formal y una profundidad de fondo difícilmente superable.
Veintiocho años después escribió en ABC el 28 de agosto de 1989 un artículo titulado “Amo mi exilio” donde recoge, ya de vuelta en Madrid, sus apreciaciones sobre el exilio que había vivido. En él reconoce que no puede separar su vida de la condición de exiliada. Nos dice que su exilio es esencial en su persona, que ha sido su patria o una dimensión de la patria desconocida e irrenunciable. Asumió su exilio y por ello no puede renunciar a él, por ello lo ama.
María Zambrano, en lo que al exilio se refiere, es un ejemplo claro de lo que el siglo XX ha supuesto para numerosos pensadores. Pensar sobre su patria, sobre sus costumbres, sobre su lengua fuera de la patria. Hacer patria de cualquier lugar, incluso del propio exilio.