Rescatando un viejo escrito
Abordar
el texto y sus lecturas implica abordar, casi en su totalidad, todos los
aspectos de la historia del pensamiento occidental, es decir, supone tener en
cuenta aspectos relacionados con el lenguaje en todos sus modos de expresión.
El texto implica la escritura, la escritura implica la palabra, la palabra
implica la oralidad y la oralidad se contrapone a la escritura en su modo de
hacer llegar los pensamientos. Además, el signo lingüístico, ya sea palabra,
letra escrita o cualquier tipo de grafía como la pintura, une el objeto con el
pensamiento, la idea con la cosa. De ahí la importancia del desarrollo que el
tratamiento de esta cuestión ha tenido en los últimos años por parte de
filósofos y lingüistas de muy diferentes escuelas.
El
lenguaje une el objeto con el pensamiento, la idea con la cosa. Esta unión
diádica parece clara en el lenguaje hablado. Es un diálogo que trata de unir
los hechos que observamos con nuestro modo de observarlos. Es un modo dualista
que se compone de ideas y de cosas. La cópula refleja, en primer lugar, que no
se trata del mismo rango de existencias. En segundo lugar, nos muestra una
realidad formada por la suma de esos dos elementos. Al introducir la escritura,
nos encontramos con un tercer elemento en discordia, un elemento que parece una
copia de la copia. La palabra escrita representa a la cosa, la copia. Tenemos,
pues, un pensamiento triádico, que contempla estos tres elementos. Surge así la
pregunta por la escritura, por su sentido y su utilidad. De la escritura nace
el texto. El autor que escribe, realiza textos. Estos textos necesitan ser
leídos por un lector que los haga vivir.
Uno
de los autores que más inquietud han demostrado por la escritura ha sido Derrida.
Consideraba la escritura anterior al propio pensamiento y a la oralidad,
defendiendo que pensamos escrituralmente y que ésta es el principio originante
del pensamiento. Para Platón[1], las
ideas no están aisladas sino que participan unas de otras, y las cosas de
ellas, están intrometidas, entretejidas. La etimología de la palabra texto, muy
común en los diferentes idiomas, nos lleva a la palabra latina “textus”,
participio de “texto”, del verbo texere. Texere significa tejer, trenzar,
entrelazar. Comparte, pues, uno de los rasgos que tenían las ideas de Platón.
La escritura teje ideas, hila pensamientos, compone textos. La escritura nos
abre el camino que el pensamiento se dispone a recorrer. Este camino se puede
volver a andar a través de los textos que la filosofía nos ha dejado. Leyendo
los relatos que se encuentran en los textos, recorremos el camino que nos lleva
a las ideas que cuajan en los textos, podemos seguir su trama. Como ya nos
señaló Nietzsche, el lenguaje determina qué es lo que cada época ha considerado
la verdad[2] y a
partir de él se constituyen los relatos que nos acercan a estas épocas. Así, la
historia no es más que un relato, igual que la literatura o la pintura, o
cualquier otra forma artística. Sin embargo, estos relatos nos son útiles para
saber lo que otros hombres han hecho en el pasado. Para poder comprender estos
relatos, Derrida nos propone un método de lectura:
“una estrategia de lectura, cuya
peculiaridad, frente a cualquier otra, radica justamente en el objeto
específico que busca; un mecanismo textual que sobrepasa, o ha sobrepasado, las
intenciones de quien produjo el texto en cuestión, o las intenciones que
pretende manifestar el texto mismo”[3]
Este método es
necesario porque nunca es claro aquello que tenga que ver con el lenguaje. Él
mismo se consideraba ajeno a su propio idioma, extranjero en su propio idioma,
sosteniendo que sólo hablaba una lengua y que además no era la suya[4].
Sin embargo,
el lenguaje es la clave del pensamiento y a través de él se pueden transmitir
las ideas. Platón defenderá el diálogo, el lenguaje hablado frente al lenguaje
escrito, como verdadero instaurador del conocimiento. La escritura no resultará
un phármakon[5] tal como la defiende
Theuth, vacunando al hombre contra el olvido, sino que propiciará el desuso de
la memoria tal como predice Thamus. Para contradecir al maestro griego hay que
señalar que este diálogo platónico nos ha llegado a través de la escritura.
Como hemos
esbozado más arriba, el pensamiento francés ha tomado en consideración la
problemática que se abre en la discusión entre la preeminencia del lenguaje
oral frente al lenguaje escrito. Algún ejemplo ya se ha señalado sobre la
postura de Derrida. Algunos pensadores han adoptado esta problemática como el
eje de su quehacer filosófico. En ellos, se invierte la preeminencia de la
oralidad sobre la escritura y hacen de ésta el centro de su discurso.
Paul Ricoeur, se encuentra en la necesidad de
definir exactamente a qué llamamos texto:
“Llamamos
texto a todo discurso fijado por la escritura [...]dicha fijación es
constitutiva del propio texto”[6].
La escritura
(y la posterior lectura de lo escrito) fija un discurso. Este discurso puede
ser hablado o simplemente pensado y transportado a la hoja mediante la palabra
escrita. El discurso que se fija mediante la escritura, al ser leído, puede ser
interpretado. El lector sustituye al interlocutor, ya no es necesaria la
palabra hablada. El silencio también transmite el discurso a través de su
lectura. Ya no es necesaria el habla para la comunicación, ya que:
“todo
escrito conserva el discurso y lo convierte en archivo disponible para la
memoria individual y colectiva”[7] por
lo que “la liberación del texto respecto a la oralidad entraña un verdadero
cambio, tanto de las relaciones entre el mundo y el lenguaje, como de la
relación que existe entre éste y las distintas subjetividades implicadas, como
la del autor y la del lector”[8]
Y es que ya no es necesario que los
dialogantes compartan escenario para comprenderse. El lector, para interpretar
lo escrito, tiene que construir la referencia sobre la que el autor escribió el
discurso. En eso consiste la interpretación del texto que Ricoeur nos propone.
Este modo de interpretar los textos conlleva relacionar unos textos con otros,
unas interpretaciones con otras y produce una intertextualidad que propicia el
uso de los archivos. Así podemos señalar otro rasgo característico del texto:
la materialidad. Los textos pueden ser consultados, interpretados,
citados. Esta materialidad del texto cobra forma con la lectura. Sin embargo,
la materialidad del texto implica la imposibilidad de poseerlo del todo o de
apropiárselo. La lectura que alguien pueda hacer de un texto no lo agota.
Ninguna lectura agotará su realidad. El texto, pertenece ahora al lector, no al
autor. El autor ya no tiene nada que decir sobre el texto ya que puede que ni
siquiera exista. Es el lector el que actualiza el discurso fijado en el texto.
Esto nos lleva a otra de las características que para Ricoeur tiene el texto: la apertura. El texto está
abierto a la interpretación que cada lector le dé. Además, el texto está
abierto a nuevas interpretaciones que ayuden a comprender mejor el discurso del
autor (mejor, incluso, que el autor mismo). Otra característica del texto es la
objetividad. Podemos adoptar ante el texto una actitud explicativa,
atendiendo a su estructura, a sus modos de expresión, a su lenguaje, y podemos adoptar una actitud interpretativa,
actualizando los contenidos del discurso, apropiándonos ese discurso. En la unión
de estas dos actitudes encontraremos la objetividad del texto. Al apropiarse
del texto mediante la acción de la lectura, el lector siempre deja abierta la
posibilidad de completar su interpretación con otras interpretaciones posibles:
“Esto
significa que, al igual que un texto, la acción humana es una obra abierta,
cuyo significado está en suspenso. Por el hecho de “abrir” nuevas referencias y
recibir una nueva pertinencia de ellas los hechos humanos están esperando
igualmente nuevas interpretaciones que decidan su significación”[9]
Derrida
también se encarga de señalar determinadas características que hacen del texto
y de la escritura el eje principal de su pensamiento. Ya hemos visto como la
deconstrucción sirve de método de lectura de un texto. Como hemos visto, este
método consiste en una descomposición del discurso para componerlo de nuevo. Se
trata de desmontarlo para volverlo a recomponer convertido ya en algo
diferente.
Este modo de acercamiento al texto es necesario porque en la escritura
no hay alguien con quien dialogar. El texto no permite entrar en diálogo con el
autor ni con otros oyentes del discurso porque no hay nadie presente. El lector
se encuentra solo con el discurso que el texto le brinda. Lo fundamental del
texto es la ausencia o falta de presencia. Lo que narra no está presente y es
función del lector actualizar aquello que está ausente. El texto nos brinda la
huella de una presencia que ya no está. Es lo que, con Condillac, designa como
marca[10].
Esta marca o huella remite a un pasado del que sólo tenemos vestigios, que no
es concreto ni contemporáneo. Según Derrida no somos contemporáneos a nosotros
mismos ya que nunca coincidimos con nosotros mismos y la diferencia está en
nosotros respecto de nosotros mismos. Ni
siquiera, como reconoce Derrida[11], hay
presencia del destinatario del signo escrito. El autor, cuando escribe, no
escribe para un destinatario presente, no conoce quién le va a leer. Hay
destinatarios ausentes que serán lectores aunque el autor no los tenga en su
mente en el momento de escribir el texto. Por eso, y como una de las
características fundamentales que todo texto ha de tener es la legibilidad:
“Ahí es
donde la diferencia como escritura podría ser ya una modificación (ontológica)
de la presencia. Es preciso si ustedes quieren, que mi “comunicación escrita”
siga siendo legible a pesar de la desaparición absoluta de todo destinatario
determinado en general para que posea su función esa escritura, es decir, su
legibilidad.”[12]
Si el texto es
legible tal como nos lo ha descrito Derrida en la cita anterior quiere decir
que es comprensible por parte del lector. Si el lector lo comprende y lo
interpreta, entonces el texto es citable. Un texto es citable si el lector
puede encontrarse con ese texto en otro contexto, es decir, se puede sustraer
del contexto en el que surgió y ponerlo en otros contextos diferentes de modo
que el texto siga diciéndonos algo, aunque sea un algo diferente a lo que en su
momento sugirió. Por tanto, otra de las características fundamentales del texto
para Derrida es que sea citable.
“Todo
signo, lingüístico o no lingüístico, hablado o escrito (en el sentido ordinario
de esta oposición) en una unidad pequeña o grande, puede ser citado, puesto
entre comillas; por ello puede romper con todo contexto dado, engendrar al
infinitos nuevos contextos de manera absolutamente no saturable.”[13]
Para él, la
escritura funcionaría algo así como el eterno retorno de lo mismo nietzscheano.
Se puede volver a recorrer, mediante la cita, el texto de nuevo. Al hacerlo, lo
convertimos en transitable, en reitinerable, ya que se puede
reiterar y repetir en las citas sucesivas. Que sea reitinerable es otras de las
características que Derrida le atribuye al texto, pues lo que con este término
quiere mostrar es que se aúnan la reiteración y la alteridad, donde reside la
diferencia que cada uno que cita, a pesar de citar lo mismo, aporta en su
interpretación:
“Esta
iterabilidad (iter, de nuevo vendría de itara, “otro” en sánscrito, y todo lo
que sigue puede ser leído como la explotación de esta lógica que liga la
repetición a la alteridad) estructura la marca de la escritura misma,
cualquiera que sea además el tipo de escritura (pictográfica, jeroglífica,
ideográfica, alfabética, para servirse de estas viejas categorías). Una
escritura que no fuese estructuralmente legible- reiterable- más allá de la
muerte del destinatario no sería una escritura.”[14]
Por esta
razón el texto tiene materialidad, porque es imposible borrar la huella y la
marca cuando se lee. Cuando se lee, se transita el discurso en contextos
diferentes. El texto no puede ser poseído por el lector ya que cada vez que un
texto se lee nos dice de nuevo lo mismo de forma diferente. En este sentido es
en el que leer es el eterno retorno de lo mismo.
Los mismos rasgos definen al autor
del texto. Éste, para dar autoridad a lo escrito, firma la obra. La firma
confirma la autoridad del texto. Para que la firma pueda ser atribuida al autor
en cuestión, ha de ser también reiterable, repetible. Lo que ocurre es que nunca
habrá dos firmas idénticas, sólo similares, y aunque sean la misma firma
siempre habrá diferencias entre ellas:
“Para
funcionar, es decir, para ser legible, una firma debe poseer una forma
repetible, iterable, imitable; debe poder desprenderse de la intención presente
y singular de su producción. Es su mismidad lo que, alterando su identidad y su
singularidad, divide el sello.” [15]
El autor
firma la obra para demostrar su autoría. Como hemos visto, el autor no está
presente en la lectura y escribe para un lector ausente que interpretará lo que
aquel quiso decir y pondrá el texto en circulación para que otros lectores lo
recorran y lo interpreten. El texto tendrá vida por sí mismo en cada lectura y
nunca quedará agotado.
Foucault otorga la misma
importancia al discurso transmitido por el lenguaje escrito:
“Así, pues, saber consiste en
referir el lenguaje al lenguaje; en restituir la gran planicie uniforme de las
palabras y las cosas. Hacer hablar a todo. Es decir, hacer nacer por encima de
todas las marcas el discurso segundo del comentario. Lo propio del saber no es
ni ver ni demostrar, sino interpretar.”[16]
El
texto abre la puerta a la lectura, la lectura consiste en interpretar aquello
que se lee, la interpretación nos lleva a citar el texto para que otros repitan
el proceso y añadan nuevas interpretaciones. En eso consiste el saber y su
transmisión. Es necesario escribir para fijar lo discursos que van entretejidos
de ideas que hay que ir descubriendo e interpretando. Como dice Ángel
Gabilondo, “Ciertamente leer es rescribir y escribir es leer un libro nunca
escrito”[17]. Así puede interpretarse
el texto y sus lecturas.
[1] Platón.- Parménides.
Alianza Editorial, Madrid,1990. Pág. 60.
[2] Nietzsche, F.- Sobre
verdad y mentira en sentido extramoral. Ed. Tecnos, Madrid 1998, pág.
25.
[3] Marín González, C., “Presentación”
en Derrida, J., Márgenes de la filosofía. Cátedra, Madrid 1989.
pág. 10
[4] En El monolingüismo
del otro: “yo no hablo más que una sola lengua (y, pero, ahora bien),
no es la mía”. Ed. Manantial, Buenos Aires, 1977. Pág. 42.
[5] Platón, Fedro.
(174 c y siguientes) Gredos, Madrid, 1997, Pág. 400-404.
[6] Ricoeur, P., “¿Qué es
un texto?” en Historia y Narratividad, Paidós, 1999. Pág. 59.
[7] Ibíd. Pág. 61.
[8] Ibíd. Pág. 62.
[9] Ricoeur, P. “La acción
considerada como un texto” en Hermenéutica y acción. De la
hermenéutica del texto a la hermenéutica de la acción. Ed Docencia,
Buenos Aires 1985.
[10] Derrida, J., “Firma,
acontecimiento, contexto” en Márgenes de la filosofía.
Cátedra, Madrid 1989. pág. 354
[11] Ibíd. pág. 356.
[12] Ibíd. pág. 356
[13] Ibíd. pág. 361-362.
[14] Ibíd. pág. 356.
[15] Ibíd. pág. 371.
[16] Foucault, M., Las
palabras y las cosas. Siglo XXI, Madrid, 2006. Pág. 48.
[17] Gabilondo. Á., Alguien
con quien hablar. Aguilar, Madrid, 2007. Pág. 143.